Había una vez...

Por aquellos días salió un edicto de César Augusto, emperador de Roma, ordenando el censo de todo su imperio. Fue éste el primer empadronamiento que tuvo lugar mientras Cirio fue gobernador de Siria.

Todos tenían obligación de inscribirse en su ciudad natal y José dejó la ciudad de Nazaret, en Galilea, para dirigirse hacia Judá, concretamente a Belén, ciudad de David, pues era la casa a la que él pertenecía.

Hizo el penoso viaje con María a lomos de un asno. Estando en Belén, se cumplió el tiempo para el nacimiento de Jesús.

No había sitio en la posada y María y José tuvieron que albergarse en un establo. Allí nació el hijo de Dios, y María lo envolvió en pañales, y lo acostó sobre un pesebre.

Por entonces recorrían la región unos pastores que vivían en el campo día y noche vigilando los rebaños.

Inesperadamente un ángel fue a posarse muy cerca de ellos y la gloria del Señor les inundó de luz.

- No temáis -dijo el ángel-, pues vengo a anunciaros una buena nueva, que será motivo de gran alegría para todo Israel. Os ha nacido hoy un Salvador, que es el Cristo Señor, en la ciudad de David. He aquí la señal por la que podréis reconocerle: el Niño estará acostado en un pesebre y envuelto en pañales.

Repentinamente, todo un ejército celestial se unió al ángel, mientras cantaban:

"Gloria a Dios en el cielo y a la tierra paz en los hombres de buena voluntad."

Al desaparecer los ángeles, invadidos de gozosa emocíón, los pastores emprendieron la marcha hacia Belén, pues querían comprobar lo que les había sido revelado.

Y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre.

Una vez que les habían visto, contaron por todo el país la aparición del ángel, sus revelaciones y cómo un ejército celestial bajó del cielo entonando himnos de gloria.